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30/9/13

Y que te dejen en paz





Christian Bobin


            El estado de crisis es el estado natural del mundo: una guerra tras otra, una invención tras otra, el monto de una venta tras un indice de suicidios; una hambruna tras perfumes de lujo. En el mundo todo se revuelve. En el mundo todo va junto, salvo el amor. Éste no va con nada. No esta en ninguna parte. Falta. Falta como el pan en los periodos de guerra, como el aire en la garganta de los moribundos. Falta como el tiempo en los juegos de la infancia. Es que hace falta tiempo para amar, tanto tiempo que el tiempo no basta en nosotros para responder a las necesidades del amor, a las demandas en nosotros de la voz, de la sangre, de la sangre láctea en la voz del firmamento. El cometa del amor no roza nuestro corazón mas que una vez cada eternidad. Hay que desvelarse para verlo. Hay que esperar largo tiempo, largo, largo. Ese es el estado natural del amor. Ése es su estado principesco, la maravilla de su naturaleza: esperar, esperar, esperar. Alejados de la precipitación y el ruido. Alejados de toda crisis. Esperar apaciblemente. Esperar pacientemente. El amor – y la poesía, que es su conciencia aérea, su más humilde figura, su cara al momento de despertar- es profundidad de la espera, suavidad de la espera. Esperanza dulce, profunda y luminosa. En el siglo XII, Chretien de Troyes creó a Percival el Galo. El siglo XII es como el XX. Todas las cifras se equivalen, todos los siglos tienen que lidiar con la misma necesidad de comer, de trabajar para comer, de luchar para trabajar y de perder sangre y tiempo a través de la misma herida, en los mismos arrebatos indecisos. Percival se despierta, al término del siglo XII, monta su caballo, su madre no quería que fuera caballero (las madres saben mucho del mundo, mucho más de lo que saben decir, pero los hijos desobedecen a las madres) y Percival, envuelto en luz maternal, va de castillo en castillo, de torneo en torneo, en busca de no sabe qué, de casi nada, sin duda del Grial; ni siquiera sabe lo que es el Grial, ni le entiende nada al libro que atraviesa; Percival está cansado (es cansado buscar algo que se ignora buscar, es cansado servir a un rey derrumbado, a una reina demasiado hermosa, a jovencitas que se estorban demasiado a sí mismas en un mundo atareado, agitado, en crisis). La fatiga es uno de las cosas mas interesantes en el mundo para pensar. Es como los celos, como la mentira y como el miedo. Como esas cosas, nos hace tocar tierra. La primera cara de la fatiga en la vida es la cara de la madre, es su rostro agotado de soledad. En su edad más temprana, los niños traen consigo el sueño, la risa y la fatiga sobre todo; y la fatiga antes que nada. Las noches saqueadas, la dicha abrumadora. De entrada la fatiga toca dos puertas sagradas en la vida: el amor y el sueño. El amor que desgasta como agua sobre piedra. El sueño que amontona como agua sobre agua. La fatiga es la barbarie del sueño en el amor. El incendio del sueño por sobre hectáreas de amor. La madre que ya no se levanta para complacernos con su voz, para llenarnos con sus abrazos. Cómo reconocemos a los fatigados. Son los que hacen cosas sin parar. Los que hacen imposible que les entre el descanso, el silencio, el amor. La gente fatigada hace negocios, construye casas, sigue una carrera. Es para huir de la fatiga que hacen esas cosas, y al huir se someten a ella. Le hace falta tempo a su tiempo.
Lo que hacen cada vez mas lo hacen cada vez menos. Le hace falta vida a su vida. Hay un vidrio entre ellos mismos y ellos mismos. Rodean el vidrio sin cesar. La fatiga se ve en sus acciones, en sus manos, en sus palabras. La fatiga es en ellos como una nostalgia, un deseo imposible. Van como Percival, como el joven separado de su madre, de un llano a un río, de río a una montaña de una montaña a un llano. ¿Qué busca Percival? Ni siquiera lo sabe nunca lo ha sabido. Apenas se toma tiempo para dormir en castillos que a su despertar estarán vacíos; va de una aventura a otra y, luego, un día encuentra a un ave cenicienta que pasa por el cielo gris, la flecha de cazador la alcanza bajo del ala; tres gotas de sangre caen en la nieve. Percival desciende del caballo, se acerca y se asoma, mira las tres manchas de sangre roja sobre la nieve blanca. Mira y mira. Horas y horas. Con su forma con su tinte, con el juego entre ellas, las tres gotas de sangre le dicen algo, le recuerdan el rostro de una joven, le revelan cuánto amó ese rostro al verlo, cuan grande era su ignorancia del amor que venía, de ese rostro con fondo de infancia, con telón de nieve. Deja de moverse, la fatiga no puede alcanzarlo ya, sale de él, ya no sabe entrar de nuevo porque él ya no es él mismo, porque ya no está en ese amor lejano, por que no es más que su ausencia en el amor único, reinante. Cómo reconocemos lo que amamos. Es este súbito acceso de calma, este golpe dado al corazón y la hemorragia que se desprende –una hemorragia de silencios en la palabra. Lo que uno ama no tiene nombre. Se acerca a nosotros y posa sus manos sobre nuestro hombro antes de que hayamos encontrado una palabra para pararlo, para nombrarlo, para detenerlo al nombrarlo. Lo que uno ama es como una madre, no pare y nos regenera mil y una veces. Tres gotas de sangre. Tres palabras rojas en la vida blanca. Los caballeros vienen a buscar a Percival; el rey quiere hablar con el . Él no responde, sigue agachado hacia la nieve roja indiferente ante quienes pretenden llevárselo, lejos, al mundo fatigado, fatigante. La poesía comienza allí, en ese capítulo, en este final del siglo XII, en cincuenta centímetros de nieve, en cuatro frases, en tres gotas de sangre. La poesía el fin de todas las fatigas, la rosa del amor en las nieves de la lengua, la flor del alma al filo de los labios. Es en este siglo, en esta furia de negocios, de deudas de sangre y de guerras de honor, que los trovadores toman el nombre de una mujer entre sus dientes, y dejan que brote su canto, una flama azul a cielo franco. Es en este mundo sin salida que se inventan una salida, la puerta de un solo nombre en todas las lenguas, el llamado de un solo hacia una sola, y la tierra atrapada en la estrella de ese canto, iluminada en el giro de esa voz. Es en ese tiempo que nace una nueva figura de hombre, inmóvil, ausente. Inmóvil en la nieve blanca. Asomado hacia la ausencia roja, sin desear otra cosa en el mundo –y que lo dejen en paz en la contemplación de su amor. Por horas, por dias, por siglos. Y que lo dejen en paz. Siempre, siempre.

Traducción Maliyel Beverido
Revista de arte y cultura FORUM, Número 68
Pagina 5. Junio de 2010

25/9/13

Alvaro Mutis






































Alvaro Mutis
1925-2013
q.e.p.d.



Ciudad
Un llanto
 un llanto de mujer 
interminable,
sosegado,
casi tranquilo.
En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.
Primero un ruido de cerradura,
después unos pies que vacilan
 y luego, de pronto, el llanto.
Suspiros intermitentes 
como caídos de un agua interior,
densa,
imperiosa,
inagotable,
como esclusa que acumula y libera sus aguas
 o como hélice secreta 
que detiene y reanuda su trabajo 
trasegando el blanco tiempo de la noche.
Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,
hasta los solares donde se amontonan las basuras,
bajo las cúpulas de los hospitales,
sobre las terrazas del verano,
en las discretas celdas de la prostitución,
en los papeles que se deslizan por solitarias avenidas,
con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,
en las medallas que reposan en joyeros de teca,
un llanto de mujer que ha llorado largamente 
en el cuarto vecino,
por todos los que cavan su tumba en el sueño,
por los que vigilan la mina del tiempo,
por mí que lo escucho
 sin conocer otra cosa 
que su frágil rodar por la intemperie
 persiguiendo las calladas arenas del alba.