Christian Bobin
El estado
de crisis es el estado natural del mundo: una guerra tras otra, una invención
tras otra, el monto de una venta tras un indice de suicidios; una hambruna tras
perfumes de lujo. En el mundo todo se revuelve. En el mundo todo va junto,
salvo el amor. Éste no va con nada. No esta en ninguna parte. Falta. Falta como
el pan en los periodos de guerra, como el aire en la garganta de los
moribundos. Falta como el tiempo en los juegos de la infancia. Es que hace falta
tiempo para amar, tanto tiempo que el tiempo no basta en nosotros para
responder a las necesidades del amor, a las demandas en nosotros de la voz, de
la sangre, de la sangre láctea en la voz del firmamento. El cometa del amor no
roza nuestro corazón mas que una vez cada eternidad. Hay que desvelarse para
verlo. Hay que esperar largo tiempo, largo, largo. Ese es el estado natural del
amor. Ése es su estado principesco, la maravilla de su naturaleza: esperar,
esperar, esperar. Alejados de la precipitación y el ruido. Alejados de toda
crisis. Esperar apaciblemente. Esperar pacientemente. El amor – y la poesía, que
es su conciencia aérea, su más humilde figura, su cara al momento de despertar-
es profundidad de la espera, suavidad de la espera. Esperanza dulce, profunda y
luminosa. En el siglo XII, Chretien de Troyes creó a Percival el Galo. El siglo
XII es como el XX. Todas las cifras se equivalen, todos los siglos tienen que
lidiar con la misma necesidad de comer, de trabajar para comer, de luchar para
trabajar y de perder sangre y tiempo a través de la misma herida, en los mismos
arrebatos indecisos. Percival se despierta, al término del siglo XII, monta su
caballo, su madre no quería que fuera caballero (las madres saben mucho del
mundo, mucho más de lo que saben decir, pero los hijos desobedecen a las
madres) y Percival, envuelto en luz maternal, va de castillo en castillo, de
torneo en torneo, en busca de no sabe qué, de casi nada, sin duda del Grial; ni
siquiera sabe lo que es el Grial, ni le entiende nada al libro que atraviesa;
Percival está cansado (es cansado buscar algo que se ignora buscar, es cansado
servir a un rey derrumbado, a una reina demasiado hermosa, a jovencitas que se
estorban demasiado a sí mismas en un mundo atareado, agitado, en crisis). La
fatiga es uno de las cosas mas interesantes en el mundo para pensar. Es como
los celos, como la mentira y como el miedo. Como esas cosas, nos hace tocar
tierra. La primera cara de la fatiga en la vida es la cara de la madre, es su
rostro agotado de soledad. En su edad más temprana, los niños traen consigo el
sueño, la risa y la fatiga sobre todo; y la fatiga antes que nada. Las noches
saqueadas, la dicha abrumadora. De entrada la fatiga toca dos puertas sagradas
en la vida: el amor y el sueño. El amor que desgasta como agua sobre piedra. El
sueño que amontona como agua sobre agua. La fatiga es la barbarie del sueño en
el amor. El incendio del sueño por sobre hectáreas de amor. La madre que ya no
se levanta para complacernos con su voz, para llenarnos con sus abrazos. Cómo
reconocemos a los fatigados. Son los que hacen cosas sin parar. Los que hacen
imposible que les entre el descanso, el silencio, el amor. La gente fatigada
hace negocios, construye casas, sigue una carrera. Es para huir de la fatiga
que hacen esas cosas, y al huir se someten a ella. Le hace falta tempo a su
tiempo.
Lo que hacen cada vez mas lo hacen cada vez menos. Le hace
falta vida a su vida. Hay un vidrio entre ellos mismos y ellos mismos. Rodean
el vidrio sin cesar. La fatiga se ve en sus acciones, en sus manos, en sus
palabras. La fatiga es en ellos como una nostalgia, un deseo imposible. Van
como Percival, como el joven separado de su madre, de un llano a un río, de río
a una montaña de una montaña a un llano. ¿Qué busca Percival? Ni siquiera lo
sabe nunca lo ha sabido. Apenas se toma tiempo para dormir en castillos que a
su despertar estarán vacíos; va de una aventura a otra y, luego, un día
encuentra a un ave cenicienta que pasa por el cielo gris, la flecha de cazador
la alcanza bajo del ala; tres gotas de sangre caen en la nieve. Percival
desciende del caballo, se acerca y se asoma, mira las tres manchas de sangre
roja sobre la nieve blanca. Mira y mira. Horas y horas. Con su forma con su
tinte, con el juego entre ellas, las tres gotas de sangre le dicen algo, le
recuerdan el rostro de una joven, le revelan cuánto amó ese rostro al verlo,
cuan grande era su ignorancia del amor que venía, de ese rostro con fondo de
infancia, con telón de nieve. Deja de moverse, la fatiga no puede alcanzarlo
ya, sale de él, ya no sabe entrar de nuevo porque él ya no es él mismo, porque
ya no está en ese amor lejano, por que no es más que su ausencia en el amor
único, reinante. Cómo reconocemos lo que amamos. Es este súbito acceso de
calma, este golpe dado al corazón y la hemorragia que se desprende –una
hemorragia de silencios en la palabra. Lo que uno ama no tiene nombre. Se
acerca a nosotros y posa sus manos sobre nuestro hombro antes de que hayamos
encontrado una palabra para pararlo, para nombrarlo, para detenerlo al
nombrarlo. Lo que uno ama es como una madre, no pare y nos regenera mil y una
veces. Tres gotas de sangre. Tres palabras rojas en la vida blanca. Los
caballeros vienen a buscar a Percival; el rey quiere hablar con el . Él no
responde, sigue agachado hacia la nieve roja indiferente ante quienes pretenden
llevárselo, lejos, al mundo fatigado, fatigante. La poesía comienza allí, en
ese capítulo, en este final del siglo XII, en cincuenta centímetros de nieve,
en cuatro frases, en tres gotas de sangre. La poesía el fin de todas las
fatigas, la rosa del amor en las nieves de la lengua, la flor del alma al filo
de los labios. Es en este siglo, en esta furia de negocios, de deudas de sangre
y de guerras de honor, que los trovadores toman el nombre de una mujer entre
sus dientes, y dejan que brote su canto, una flama azul a cielo franco. Es en
este mundo sin salida que se inventan una salida, la puerta de un solo nombre
en todas las lenguas, el llamado de un solo hacia una sola, y la tierra atrapada
en la estrella de ese canto, iluminada en el giro de esa voz. Es en ese tiempo
que nace una nueva figura de hombre, inmóvil, ausente. Inmóvil en la nieve
blanca. Asomado hacia la ausencia roja, sin desear otra cosa en el mundo –y que
lo dejen en paz en la contemplación de su amor. Por horas, por dias, por
siglos. Y que lo dejen en paz. Siempre, siempre.
Traducción Maliyel Beverido
Revista de arte y cultura FORUM, Número 68
Pagina 5. Junio de 2010
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