EE.UU.:
¿Cuánto vale la vida de un negro?
Viento
Sur
Fue
al instalarse en Chicago, en 1966, para denunciar allí el racismo
sistémico, cuando la estrella de Martin Luther King comenzó a
palidecer en la opinión pública. Mientras se dedicó a combatir las
prácticas feudales de un viejo Sur enfermo, fue un héroe. Pero en
cuanto se instaló en un ghetto de Chicago para denunciar allí la
explotación económica, cultural y social sistemática de los negros
de los tugurios urbanos, y se atrevió a participar en
manifestaciones en los barrios blancos para denunciar la lógica del
apartheid, su popularidad comenzó a acabarse. Hablar, tras Malcolm
X, del “colonialismo interno” practicado por los Estados Unidos
hacia sus negros, indígenas humillados y alienados, mantenidos bajo
el jugo como los argelinos o los vietnamitas, fue algo insoportable
para muchos. Sus aliados tradicionales, los progresistas educados del
Norte, persuadidos de estar inmunizados contra toda práctica
racista, no entendían que se viniera así a poner en cuestión su
policía, sus promotores inmobiliarios, sus jueces y su complacencia.
Martin Luther King no se sorprendió por ello: “No ha costado un
céntimo a América eliminar la segregación en los restaurantes del
sur, y darnos el derecho a voto. Pero ahora, va a tener que pagar muy
caro por la justicia real, la que le debe a los negros. Es ahora
cuando comienzan las dificultades”.
El
5 de mayo de 2015, la ciudad de Chicago ha ordenado el pago de 5
millones de dólares de indemnización a más de un centenar de
afroamericanos, víctimas de un torturador jurado, Jon Burge, jefe de
la policía de la ciudad que ofició de 1972 a 1991. General
Aussaresses [referencia a Paul Aussaresses, general francés verdugo
contumaz durante la guerra de Argelia. Ndt] del South Side [barrio
negro de la ciudad], Burge torturó a los detenidos de color a
quienes quería arrancar confesiones con los métodos más odiosos,
desde el uso de generadores de electricidad en los genitales al ahogo
simulando la muerte, pasando por la ruptura de dientes y quemaduras.
Estos linchamientos modernos, ejercicios de despersonalización
constitutivos del sujeto colonial, participan, en efecto, de una
lógica imperial de la que tenemos un espectáculo elocuente cuando,
en cada “disturbio racial”, se despliegan carros de asalto y
armas de guerra para patrullar en territorio enemigo.
La
confesión del crimen no es aún, ciertamente, la justicia. Jon Burge
no solo permaneció en su puesto cerca de veinte años, sino que
sigue cobrando su jubilación. Ha escapado a una condena
significativa a pesar de que los hechos han quedado establecidos. Si
ha cumplido cuatro años de prisión, ha sido por poner obstáculos a
la justicia y perjurio, pero jamás por tortura. El antiguo soldado y
su equipo de verdugos solo han sido perseguidos en 2010, cuando la
prensa reveló que se dedicaban a esos interrogatorios bárbaros en
una base secreta llamada “Homan Square”. La entrega de esta
indemnización, irrisoria si se tiene en cuenta los hechos y lejos de
significar una verdadera reparación moral, será sin embargo seguida
sin duda de excusas públicas y de la inauguración de un Memorial,
signos de un reconocimiento oficial de que la tortura del estado fue
practicada sin ningún género de dudas.
Esto
viene de lejos. La impunidad de la policía de Chicago es antigua,
ligada al paternalismo demócrata de un Richard Daley, alcalde de la
ciudad de 1955 a 1976 que, tras haber hecho fracasar la campaña de
King en 1967, cooptó suficientes negros a su sueldo como para
ocultar su duplicidad racial. Su hijo, alcalde de 1989 a 2011 y
padrino del joven Obama, fue el amigo del establishment negro pero
también el espectador pasivo de una ciudad cada vez más
desigualitaria y segregada. Desde hace poco, es Rahm Emanuel, antiguo
allegado consejero del Presidente, quien oficia en la alcaldía.
Tibio, mucho tiempo callado sobre el asunto Burge que observó
prudentemente de lejos, está como sus predecesores preocupado por el
consenso. Se felicita de la victoria arrancada por los activistas que
esperan que esta “reparación” parcial y simbólica sea la
primicia de una justicia verdadera, que costará verdaderamente. Una
misma esperanza es compartida en las comunidades negras de todos los
rincones del país, que creen menos en las virtudes de una nueva
investigación federal sobre la frecuencia de las actuaciones
policiales racistas aquí o allí que en la acción colectiva de la
calle, combate eterno entre la olla de barro y la olla de hierro, lo
único que obliga al poder a hacer justicia.
¿Cuánto
vale la vida de un negro? El filósofo americano Michael Sandel se
inquieta por la mercantilización generalizada que funciona en su
país, en el que incluso se puede monetarizar la moral. Es difícil,
en efecto, no indignarse cuando la transacción de mercado ocupa el
lugar de la justicia. Si la tortura practicada a Freddie Gray en
Baltimore le fue fatal, decenas de valerosos supervivientes habían
obtenido indemnizaciones, estimadas en 6 millones de dólares desde
2011, por haberse quedado tetrapléjicos, ciegos o enfermos mentales
tras su funesto encuentro con la policía. En numerosas ciudades
americanas, esta línea de presupuesto, pagada por el contribuyente,
es un gasto colateral previsto por la administración para tales
prácticas policiales. Solo en 2014, Chicago ha pagado 50 millones en
indemnizaciones a las familias denunciantes, arreglo financiero que
evita el escándalo y la reforma.
Pero
esta vez, la decisión de la ciudad de Chicago de “compensar” por
el perjuicio sufrido por una parte de las víctimas no es solo una
tentativa más para comprar la paz social. Es la victoria de los
hijos de King, esas decenas de militantes de los derechos civiles que
han llevado incansablemente el combate contra Burge y sus poderosos
apoyos. Desde hace decenios, desde la tribuna de las Naciones Unidas
a los tribunales de Illinois, han repetido y obtenido que -y es el
nombre de la principal organización en lucha hoy- la vida de un
negro cuenta (#BlackLivesMatter).
La
administración actual cerrará su paso por la historia contemporánea
de los Estados Unidos con un balance racial sobrecogedor: un
retroceso innegable de la condición de los negros y de los hispanos,
desde sus derechos civiles fundamentales a su situación económica,
y un despertar democrático inédito desde los años 1970 de los
militantes de la justicia racial. Hoy están muy solos. Nadie ha
pensado jamás que el actual presidente de los Estados Unidos, que no
ignora nada de las angustias del South Side, sería un epígono de
Martin Luther King o incluso un Lyndon B. Johnson. Le queda sin
embargo la posibilidad de no ser un Daley Jr. que, benevolente pero
espectador pasivo, será contable de una nación más que nunca
enferma -como decía King- de racismo, de imperialismo y de
desigualdades.
Sylvie
Laurent es americanista, investigadora asociada a Harvard y Stanford,
profesora de Ciencias Políticas en París. Su último libro es
Martin
Luther King, une biographie,
Le Seuil, 2015.
Fuente
original de la versión en francés:
http://www.liberation.fr/monde/2015...
Traducción:
Faustino Eguberri para VIENTO SUR
Tomado
de www.rebelión.org
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