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1/9/14

Leyenda Urbana


La fiesta prohibida


Antón volvió temprano de trabajar aquel día martes del mes de Julio; era un vendedor de artículos de piel; tenía treinta y siete años cumplidos. Como comerciante de artículos de piel establecido, visitaba comunidades vecinas a la capital del estado de Veracruz: Xalapa. No tenía esposa y no tenía hijos, vivía solo. Había estudiado la carrera de Administración de Empresas en la Universidad Veracruzana. Siendo soltero, el sueño de Antón era el de radicar en el puerto de Veracruz; conseguir un terreno en alguna avenida comercial de la ciudad porteña, para luego establecerse allí con un buen negocio de peletería: vendería artículos de piel para dama y para caballero de muy buena calidad. Antón conocía muchas rutas comerciales para su mercancía. Conseguía las prendas de piel en Naolinco o hacía pedidos a otras ciudades del país; por algún tiempo, importó chamarras de piel traídas desde Barcelona. Repartía su mercancía en varios comercios de Coatepec; de Xico, en Tlaltetela, Totutla, Las Vigas, San Juan Ixtlayocan, Paso del Macho, Jalcomulco y en otras comunidades vecinas a la capital veracruzana. Todos los días de la semana los tenía organizados con rutas diversas para abarcar un radio de clientes muy basto. El negocio de los artículos de piel lo heredó de su abuelo. El padre de Antón, don Modesto Gutiérrez Vega, prefería criar cerdos; pero a Antón no se le daba la porcicultura, teniendo mala suerte además con los borregos; tiempo atrás llegó a perder un hato entero. Dos semanas después de perder el hato de borregos, su abuelo, don Pedro Gutiérrez Parral lo visitó y para animarlo le dijo:

- Antón, debes de invertir en mercancea como yo lo hago. Deja los animales pa después.
Te prestaré dinero pa que puedas empezar el negocio y varios clientes míos desde ora serán tuyos.

No le pudo cambiar la suerte a Antón de mejor manera, la plusvalía generada por la venta de los artículos de piel fue muneficiente; llegando a no darse abasto con los pedidos. Buscó con curia quién le ayudara en aquel negocio para aprovechar esa buena racha en las ventas. Contrató choféres para volverlos vendedores; compró dos camionetas con camper Nissan semi-nuevas. A los seis meses cambió esas camionetas por otras unidades de agencia –marca Nissan- de tan bien que le iba. Pasaron los años; Antón planeó dejar las rutas del comercio de artículos de piel para sus empleados solamente. Los empleados llegaban a la casa de Antón desde temprano por las unidades y por los pedidos de peletería. Lavaban las unidades en un car-wash como a las ocho de la mañana; allí se ponían de acuerdo los vendedores junto con Antón su jefe; quién repartía las rutas de acuerdo a la habilidad de cada vendedor. El negocio prosperó, Antón compró otra camioneta Nissan de agencia para así formar una flotilla muy dinámica. Con sus tres unidades de reparto, los empleados recorrían las comunidades y ofrecían los artículos de piel; Antón ya casi no salía a las comunidades junto con los vendedores de ruta, pero se daba un tiempo a veces para acompañarlos y así seguir teniendo una buena relación con los clientes. Uno por uno, visitaba a sus clientes y los saludaba, solventando las quejas surgidas de aquel negocio de peletería. Para Antón, la vida consistía en trabajar entre semana y convivir con sus parientes los sábados y los domingos. A Antón le encantaban las mujeres jarochas del puerto de Veracruz. La necesidad de jarochas y el negocio de tafiletería y peletería ya bien organizado le daban ánimos para salirse de Jalapa y vivir en el puerto jarocho. La familia de Antón era oriunda de Trapiche del Rosario y por esa situación no querían a un Antón viviendo en el puerto. Pero Antón mantenía un desarraigo latente desde su juventud; vivió solo los años de estudio de la escuela preparatoria y de la Universidad en la capital, gracias a su negocio, se había comprado un terreno y construyó una casa por allá por Finanzas del Estado; cerca de la salida a Banderilla, lo que ahora conocemos como el libramiento. Los viajes de negocios a Naolinco los realizaba cada fin de mes. Así, mientras los empleados viajaban por todo el radio de comercio establecido por Antón, este visitaba los comercios en Xalapa; manejando una camioneta Ram de color rojo último modelo. Aquellas rutas de comercio ya establecidas le daban la oportunidad a Antón de mejorar el servicio en sus ventas, lo más importante para Antón era el no perder a sus clientes, esa vieja clientela heredada de su abuelo.

Mira mi ´jo – le decía don Pedro Gutiérrez Vega.- Todo negocio al ojo del amo le va bien, la cosa es no dejarlo caer; las parrandas y los malos tratos con la gente, acaban con los negocios.

Así, Antón no se dejaba llevar por las buenas parrandas y por los malos tratos. Bebía con amigos muy cercanos a su familia y siempre estaba atento a las oportunidades hacendarias, para no pagar demasiados impuestos. Los amigos de la Universidad le daban buenos tips para evitarlos. Antón siempre les regalaba algún souvenir costoso a cambio de aquellos favores: Una chamarra, algún sombrero, a veces carteras o cinturones muy finos. Por ello nadie de sus familiares y amigos quería ver a un Antón lejos de ellos, viviendo en el puerto de Veracruz. Precioso puerto caballeros.
Aquella estampa de ganadero, lo había vuelto famoso entre los suyos, traía el bigote abultado, siempre calzando botines y vistiendo camisas de manga corta, gastaba mucho dinero en pantalones casuales por aquello de su trabajo: Antón siempre los echaba a perder. Vestía a diario ropa nueva, usaba relojes caros y cadenas gruesas de oro. Tenía los brazos nervudos como de camionero; traía dientes de oro y corte de pelo con pollina, usaba un modo de hablar muy propio de aquella comunidad del Trapiche del Rosario. En tantos años de vivir en la capital veracruzana, Antón nunca bebió en antros vanguardistas, pero era un hombre rico.
Aquel día martes, regresó Antón muy temprano a su casa ubicada allá por Finanzas del Estado para esperar las camionetas de reparto, regresó aquella vez más temprano a Jalapa porque sus proveedores (establecidos en Naolinco) realizaron un viaje de peregrinación a Juquilita. Antón se quedaba en Naolinco pernoctando para no manejar de noche cuando hacía sus compras; por un día o dos, las camionetas de reparto se quedaban con los empleados. Al llegar a su casa, Antón escuchó un ambiente de fiesta cercano a su lote. Abrió el portón de su casa pensando en alguna probable fiesta en casa de alguno de los vecinos. En su opinión era algo raro festejar en martes a media semana, aparte sus vecinos no eran pachangueros. Imaginándose en medio de la fiesta como remate de aquella noche, Antón notó que el jolgorio provenía desde su propia casa. Un olor a mota y el estruendo de música moderna a todo volúmen le pasmaron un poco. Al estar seguro de que el escándalo aquel venía desde su hogar, Antón sacó una cuarenta y cinco de la guantera de su camioneta Ram roja, con camper. Pensó en lo peor. Abrió la puerta principal de la casa y encontró para su sorpresa a un montón de duendes borrachos en pleno degenere regados por toda la sala. Uno de aquellos duendes tocaba unas tornamesas, usaba audífonos, gafas oscuras y mantenía prendido un cigarro de mota entre los labios; algunos de esos seres fornicaban en los muebles de la sala: en el sofá, en el love-sweet y en el sillón. Aparte notó a otros duendes bailando frenéticamente. Presenció como algunas de esas criaturas se preparaban tragos y coctéles en la cocina; con los rostros como de viejos, rollizos, arrugados, ebrios y con los cuerpos pequeños. Un duende encuerado pasó gritando muy cerca de Antón; este lo pateó con la pierna derecha, agitado por aquella escena, haciéndole estrellarse en la mesa de la sala al duende.
  • ¡Polecía!.- Gritó Antón.

Hubo entonces un lapso de espasmo entre los duendes y el dueño de la casa. A golpe de reflejos algunos duendes empezaron a correr gritando por toda la sala; otros agredieron a Antón para liberar la puerta principal y así utilizarla como escape inmediato. Los duendes lloraban, arañaban y gritaban. Una pareja de duendes seguía fornicando como si nada. Antón no pudo accionar su cuarenta y cinco por los nervios de no haberle disparado nunca a un duende. En alguna ocasión, Antón le había disparado a un perro callejero sin mucha suerte cuando era niño; practicaba muchas veces con dianas allá en el Trapiche del Rosario, Antón tenía buena puntería, pero se le diluyó en esta oportunidad entre su asombro y su coraje. Los duendes liberaron la puerta principal escapando en medio de gritos, rebotando entre ellos. Antón luchaba contra cinco duendes decididos para así poder levantarse del suelo, pero se desmayó al golpearse con el filo de una de las patas de su sillón mecedora. Pasaron tres horas mientras reaccionaba Antón de aquel impacto en su cabeza, escuchó un murmullo de voces, eran los empleados que habían llegado puntuales a entregar las unidades de reparto. Habían entrado al terreno al ver el portón ya abierto. Los empleados miraron desconcertados aquel desorden en casa de Antón y levantaron a su patrón mientras este vociferaba mentadas de madre. Le preguntaron los empleados qué había ocurrido. Antón, agitado; se sentó en las escaleras de la entrada principal de la casa. Un empleado le trajo una cerveza clara de media para tranquilizarlo; de pronto, las tornamesas revueltas en el trance aquél de los duendes cayeron al piso al no soportar la gravedad; el ruido producido de las tornamesas al caer hizo saltar a todos. Antón se acabó la cerveza de un solo trago y se levantó de las escaleras, tomó la cuarenta y cinco del escalón último, la guardó en la cintura, sacó un paliacate de la bolsa trasera de su pantalón; tratando de detener el sangrado de su herida en la cabeza al golpearse con una de las patas de la mecedora. Le pidió hielo a unos de sus empleados para bajar el chichón en el morro. Antón, junto con los vendedores, entró rengueando a la casa para beberse otra cerveza.

22 de Agosto de 2014
Funzi   

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