La fiesta
prohibida
- Antón, debes de invertir en mercancea como yo lo
hago. Deja los animales pa después.
Te prestaré dinero pa que puedas empezar el negocio
y varios clientes míos desde ora serán tuyos.
No le pudo cambiar la suerte a Antón de mejor
manera, la plusvalía generada por la venta de los artículos de piel
fue muneficiente; llegando a no darse abasto con los pedidos. Buscó
con curia quién le ayudara en aquel negocio para aprovechar esa
buena racha en las ventas. Contrató choféres para volverlos
vendedores; compró dos camionetas con camper Nissan semi-nuevas. A
los seis meses cambió esas camionetas por otras unidades de agencia
–marca Nissan- de tan bien que le iba. Pasaron los años; Antón
planeó dejar las rutas del comercio de artículos de piel para sus
empleados solamente. Los empleados llegaban a la casa de Antón desde
temprano por las unidades y por los pedidos de peletería. Lavaban
las unidades en un car-wash como a las ocho de la mañana; allí se
ponían de acuerdo los vendedores junto con Antón su jefe; quién
repartía las rutas de acuerdo a la habilidad de cada vendedor. El
negocio prosperó, Antón compró otra camioneta Nissan de agencia
para así formar una flotilla muy dinámica. Con sus tres unidades de
reparto, los empleados recorrían las comunidades y ofrecían los
artículos de piel; Antón ya casi no salía a las comunidades junto
con los vendedores de ruta, pero se daba un tiempo a veces para
acompañarlos y así seguir teniendo una buena relación con los
clientes. Uno por uno, visitaba a sus clientes y los saludaba,
solventando las quejas surgidas de aquel negocio de peletería. Para
Antón, la vida consistía en trabajar entre semana y convivir con
sus parientes los sábados y los domingos. A Antón le encantaban las
mujeres jarochas del puerto de Veracruz. La necesidad de jarochas y
el negocio de tafiletería y peletería ya bien organizado le daban
ánimos para salirse de Jalapa y vivir en el puerto jarocho. La
familia de Antón era oriunda de Trapiche del Rosario y por esa
situación no querían a un Antón viviendo en el puerto. Pero Antón
mantenía un desarraigo latente desde su juventud; vivió solo los
años de estudio de la escuela preparatoria y de la Universidad en la
capital, gracias a su negocio, se había comprado un terreno y
construyó una casa por allá por Finanzas del Estado; cerca de la
salida a Banderilla, lo que ahora conocemos como el libramiento. Los
viajes de negocios a Naolinco los realizaba cada fin de mes. Así,
mientras los empleados viajaban por todo el radio de comercio
establecido por Antón, este visitaba los comercios en Xalapa;
manejando una camioneta Ram de color rojo último modelo. Aquellas
rutas de comercio ya establecidas le daban la oportunidad a Antón de
mejorar el servicio en sus ventas, lo más importante para Antón era
el no perder a sus clientes, esa vieja clientela heredada de su
abuelo.
Mira mi ´jo – le decía don Pedro Gutiérrez
Vega.- Todo negocio al ojo del amo le va bien, la cosa es no dejarlo
caer; las parrandas y los malos tratos con la gente, acaban con los
negocios.
Así, Antón no se dejaba llevar por las buenas
parrandas y por los malos tratos. Bebía con amigos muy cercanos a su
familia y siempre estaba atento a las oportunidades hacendarias, para
no pagar demasiados impuestos. Los amigos de la Universidad le daban
buenos tips para evitarlos. Antón siempre les regalaba algún
souvenir costoso a cambio de aquellos favores: Una chamarra, algún
sombrero, a veces carteras o cinturones muy finos. Por ello nadie de
sus familiares y amigos quería ver a un Antón lejos de ellos,
viviendo en el puerto de Veracruz. Precioso puerto caballeros.
Aquella estampa de
ganadero, lo había vuelto famoso entre los suyos, traía el bigote
abultado, siempre calzando botines y vistiendo camisas de manga
corta, gastaba mucho dinero en pantalones casuales por aquello de su
trabajo: Antón siempre los echaba a perder. Vestía a diario ropa
nueva, usaba relojes caros y cadenas gruesas de oro. Tenía los
brazos nervudos como de camionero; traía dientes de oro y corte de
pelo con pollina, usaba un modo de hablar muy propio de aquella
comunidad del Trapiche del Rosario. En tantos años de vivir en la
capital veracruzana, Antón nunca bebió en antros vanguardistas,
pero era un hombre rico.
Aquel día martes, regresó Antón muy temprano a
su casa ubicada allá por Finanzas del Estado para esperar las
camionetas de reparto, regresó aquella vez más temprano a Jalapa
porque sus proveedores (establecidos en Naolinco) realizaron un viaje
de peregrinación a Juquilita. Antón se quedaba en Naolinco
pernoctando para no manejar de noche cuando hacía sus compras; por
un día o dos, las camionetas de reparto se quedaban con los
empleados. Al llegar a su casa, Antón escuchó un ambiente de fiesta
cercano a su lote. Abrió el portón de su casa pensando en alguna
probable fiesta en casa de alguno de los vecinos. En su opinión era
algo raro festejar en martes a media semana, aparte sus vecinos no
eran pachangueros. Imaginándose en medio de la fiesta como remate de
aquella noche, Antón notó que el jolgorio provenía desde su propia
casa. Un olor a mota y el estruendo de música moderna a todo volúmen
le pasmaron un poco. Al estar seguro de que el escándalo aquel venía
desde su hogar, Antón sacó una cuarenta y cinco de la guantera de
su camioneta Ram roja, con camper. Pensó en lo peor. Abrió la
puerta principal de la casa y encontró para su sorpresa a un montón
de duendes borrachos en pleno degenere regados por toda la sala. Uno
de aquellos duendes tocaba unas tornamesas, usaba audífonos, gafas
oscuras y mantenía prendido un cigarro de mota entre los labios;
algunos de esos seres fornicaban en los muebles de la sala: en el
sofá, en el love-sweet y en el sillón. Aparte notó a otros duendes
bailando frenéticamente. Presenció como algunas de esas criaturas
se preparaban tragos y coctéles en la cocina; con los rostros como
de viejos, rollizos, arrugados, ebrios y con los cuerpos pequeños.
Un duende encuerado pasó gritando muy cerca de Antón; este lo pateó
con la pierna derecha, agitado por aquella escena, haciéndole
estrellarse en la mesa de la sala al duende.
- ¡Polecía!.- Gritó Antón.
Hubo entonces un lapso de espasmo entre los duendes
y el dueño de la casa. A golpe de reflejos algunos duendes empezaron
a correr gritando por toda la sala; otros agredieron a Antón para
liberar la puerta principal y así utilizarla como escape inmediato.
Los duendes lloraban, arañaban y gritaban. Una pareja de duendes
seguía fornicando como si nada. Antón no pudo accionar su cuarenta
y cinco por los nervios de no haberle disparado nunca a un duende. En
alguna ocasión, Antón le había disparado a un perro callejero sin
mucha suerte cuando era niño; practicaba muchas veces con dianas
allá en el Trapiche del Rosario, Antón tenía buena puntería, pero
se le diluyó en esta oportunidad entre su asombro y su coraje. Los
duendes liberaron la puerta principal escapando en medio de gritos,
rebotando entre ellos. Antón luchaba contra cinco duendes decididos
para así poder levantarse del suelo, pero se desmayó al golpearse
con el filo de una de las patas de su sillón mecedora. Pasaron tres
horas mientras reaccionaba Antón de aquel impacto en su cabeza,
escuchó un murmullo de voces, eran los empleados que habían llegado
puntuales a entregar las unidades de reparto. Habían entrado al
terreno al ver el portón ya abierto. Los empleados miraron
desconcertados aquel desorden en casa de Antón y levantaron a su
patrón mientras este vociferaba mentadas de madre. Le preguntaron
los empleados qué había ocurrido. Antón, agitado; se sentó en las
escaleras de la entrada principal de la casa. Un empleado le trajo
una cerveza clara de media para tranquilizarlo; de pronto, las
tornamesas revueltas en el trance aquél de los duendes cayeron al
piso al no soportar la gravedad; el ruido producido de las tornamesas
al caer hizo saltar a todos. Antón se acabó la cerveza de un solo
trago y se levantó de las escaleras, tomó la cuarenta y cinco del
escalón último, la guardó en la cintura, sacó un paliacate de la
bolsa trasera de su pantalón; tratando de detener el sangrado de su
herida en la cabeza al golpearse con una de las patas de la mecedora.
Le pidió hielo a unos de sus empleados para bajar el chichón en el
morro. Antón, junto con los vendedores, entró rengueando a la casa
para beberse otra cerveza.
22 de Agosto de 2014
Funzi
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